viernes 4 de febrero, 3:53 PM
Por Alejandro Rozitchner
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¿Para qué vivo? ¿Tiene sentido vivir? ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué vine al mundo? ¿Vine porque quise venir o vine porque sí, porque la procreación es gratis? ¿Tengo una misión, un rol determinado, un destino que vine a cumplir, o soy el resultado arbitrario de la naturaleza, que avanza sin saber, sin motivo, por mero impulso de vivir? ¿Si hay un sentido prefijado en mi vida, un destino, cuál es? ¿Puedo saberlo o lo cumpliré sin darme cuenta?
¿Es importante saber para qué vive uno o es una pregunta loca, irrespondible, que en vez de ayudar a aclarar las cosas las confunde? ¿Qué grado de claridad debe uno tener respecto del sentido de su existencia?
¿Se vive para algo o se vive para nada? ¿Son las vidas con sentido más fáciles de vivir que las vidas que carecen de él? ¿Qué quiere decir que una vida no tenga sentido? ¿Que no se tienen ganas de vivir, que uno transita un poco como un zombi sin tener en claro quién es, qué quiere y para dónde va?
¿Son estas preguntas indagaciones valiosas, que construyen algo en mí, o una pura pérdida de tiempo? ¿Puedo lograr alguna claridad en mí, y sentirla útil, o darle vueltas a las cosas es ponerse a desvariar, una manera de perderse más que de encontrarse?
¿Qué importancia tienen mis padres en mi vida? ¿Les debo algo, por haberme dado la vida, o llegaron ellos a este mundo tan gratuitamente como yo, sin entender tampoco? ¿Se transmite algún destino o conocimiento de padres a hijos, o sólo se trata de amor, de un amor que si sale bien funciona como una guía inconsciente y si sale mal produce soledad y desazón?
¿Tengo que saber para qué vivo o la vida se desarrolla mejor cuando uno avanza sin saber? ¿Qué da valor a mi vida, qué da sentido a mis actos, cuál es el motivo de que mi cuerpo continúe adelante, día tras día? ¿Lo hace porque sabe algo que yo ignoro? ¿Es un misterio, el hecho de vivir, o es en realidad la cosa más sencilla del mundo, que hacemos tan compleja de tan neuróticos que somos?
¿Soy especial, soy distinto, o soy uno más, uno como todos? ¿Qué me distingue? ¿Qué es lo que hace que yo sea yo y no otro, qué es lo propiamente mío en esta existencia humana tan extendida y social?
Las respuestas, en opinión de quien escribe estas líneas, van por el lado del deseo. El deseo, el querer, la expresión de lo que surge espontáneamente de nosotros, esa tendencia íntima que se abre y nos lleva hacia las cosas, es lo que pone orden en el confuso panorama.
No, la vida personal no tiene un sentido prefijado, no somos la expresión de un destino anterior a la propia experiencia de existir. No hay ningún deber que cumplir en la existencia, sólo unas ganas de vivir que nos hacen ser. La vida es ese deseo, ese inocente tender hacia algo a veces indefinido y a veces esclarecido con dificultad.
Por lo general las preguntas acerca del sentido de la propia vida son preguntas angustiadas, que surgen en momentos de cambio y renovación. Uno deja de ser el que era para desarrollarse y adoptar una forma nueva. Allí se da la experiencia de volver a mirar lo básico de la vida propia con ojos nuevos, y aparecen estas preguntas, más o menos cargadas de temor.
El sentido de la vida, en términos generales, es la evolución, no como imperativo moral sino como directo desarrollo del deseo de los vivientes. Los individuos no se entregan a la especie, la especie nos hace individuales porque se sirve de nuestra autoafirmación personal. El sentido de la vida, en términos particulares, es la exploración, desarrollo y realización del deseo, de esos quereres individuales, personales, que hacen que levantarse de la cama tenga sentido cotidiano. ¿No lo ven así?
Alejandro Rozitchner es escritor, filósofo y novelista, trabaja como inspirational speaker y es asesor de la Secretaría General del Gobierno de la Ciudad.
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